En el follaje de un bosque percibo hasta los violetas.

¡Qué riquezas se guardan en tantos verdes, que salen a la luz como desde un castillo abandonado lleno de tesoros, descubierto por un conquistador! Me siento así, conquistando los más diversos colores de esos paisajes que tanto admiro.

Las hojas cantan a las manchas azules, sintonizando con tan variados ocres en armonía sin igual. Porque la luz tiñe la atmósfera con pinceladas efectistas alcanzando hasta casi blancos registros, en arrebato de sombras moras y terrosas, hasta brillantes como el óxido.

Las tinieblas y los claroscuros enaltecen la luminosidad del día, donde el sol empapa las copas de los árboles penetrados por sus haces, dibujando los más audaces bocetos, cambiantes sinfonías.

¡Qué decir de la hojarasca! Se presenta ante mi como viva y vibrante; trozos de recuerdos trocan los verdes, azules y grises, en amarillos, cromos, óxidos, pardos, carmines, granas que en éxtasis y aparente quietud evocan el murmullo de su serpenteante movimiento.

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